Como no hizo problemas para que viajara con sus amigas,
Cristina cree que su esposo merece un premio.
Además se quedó en Santiago y a cargo de los niños,
cuestión que no es menor.
Por esto, se da un tiempo antes del viaje para
pasar a una tienda exclusiva y comprarle una camisa.
Tiene la talla exacta y las medidas, pero
lamentablemente se encuentra con un problema.
Y es que en la tienda, tienen la política de no
vender prendas para nadie que no esté presente, asegurando así que la prenda
luzca de buena forma y la marca no se desprestigie.
Cristina entonces empieza a explicar que su esposo
está en Santiago, en Chile, y que se quedó cuidando a los niños y que esa
camisa le vendría de maravilla, que tiene justo sus colores favoritos y que él
se la merece. Así, entusiasta, incluso saca el celular, para mostrarle
unas fotos al vendedor.
Mire, ese es
mi esposo, dice Cristina.
El vendedor sin embargo insiste en que se trata de
políticas de la empresa y que no puede hacer excepciones. De todas formas, le da a entender
que podría hacer la vista gorda si a ella se le ocurre una manera sutil de
engañarlos.
Consiga acá afuera
alguien como su esposo, le dice el vendedor, luego lo trae y le probamos la camisa y asunto concluido.
Cristina duda, pero por las señas del vendedor
parece ser esa una solución habitual. De hecho a un costado de la tienda, observa
que hay una hilera de seis hombres, que al parecer cumplen esa labor, cobrando
pequeñas tarifas.
¿Necesita un
esposo?, le preguntan, apenas sale de la tienda.
Ella asiente.
Luego mira.
Los hombres están quietos, en fila, y parecen en
una especie de vitrina.
Está el bajito y delgado, otro un tanto más gordo,
uno atlético y alto, alguno más desgarbado y otros dos con matices menos
definidos.
Todos son morenos y visten ropas simples,
sencillas. Tienen zapatos gastados y camisas decoloradas. Se ven limpios, sin
embargo.
Cristina elige a uno.
Lo cierto es que no se parece a su esposo, pero al
menos en estatura debe estar bien. Un poco más delgado, claro.
El hombre sonríe e intenta pararse más derecho.
Cristina entra a la tienda.
El vendedor finge no conocerla.
¿Quiere una
camisa para su esposo?, pregunta.
Cristina asiente.
Se siente absurda, claro, pero asiente.
Ve a su nuevo esposo en el probador y comprueba
cómo le queda la camisa.
El hombre se da una vuelta, despacio, como modelando la prenda.
En el interior del probador, en tanto, cuelga la camisa gastada
que llevaba antes.
La compra se realiza.
Cristina paga la camisa y el vendedor se despide de
ambos.
Una vez fuera, el hombre estira la mano y Cristina le
entrega un billete de cinco dólares.
No sabe si es suficiente porque no acordó un pago
previo, pero el hombre parece conforme.
Sonríe un poco, de hecho, aunque mantiene la vista baja.
Gracias
señora, dice el hombre.
Eso fue todo, piensa Cristina.
Ahora solo queda comprar unas cosas para los niños
y pasar una última tarde en la playa.
Mientras espera un taxi, junto a la acera, ella sigue con la vista al hombre, que va hasta un carro de comidas y compra un hot dog.
Finalmente, Cristina se sube al taxi y regresa al hotel.
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