Mi abuela contaba que en un pequeño pueblo del sur,
cuando ella era una niña, había conocido a un gigante.
Lo tenían escondido en la parte de atrás de una
iglesia, junto a unos pocos animales.
Ella lo había descubierto gracias a unos amigos de
su hermano, que iban hasta el lugar, a molestarlo, para ver qué hacía.
Por la descripción que daba mi abuela calculo que
debe haber medido poco más de tres metros.
De todas formas, ellos casi siempre lo vieron
encorvado o simplemente acostado, pues el lugar donde debía permanecer era
estrecho y no tenía suficiente altura.
Con un poco de vergüenza mi abuela cuenta que una
vez los sorprendieron tirándoles piedras y debieron huir del lugar.
El gigante, por lo demás, no parecía reaccionar más
allá de cubrirse o manifestar algún gesto de dolor.
-Se dejaba
hacer -decía mi abuela-, y uno lo
hacía cruelmente, pero sin pensar. Era como sacarle los ojos a un pescado.
Fue en una de esas visitas cuando mi abuela dijo
que sin esperarlo, logró verlo directamente. Y es que mientras miraba por una
rendija se encontró directamente con la mirada del gigante, que también
atisbaba en dirección contraria.
-Eran ojos
más humanos que los míos –intentaba explicar mi abuela-. Ojos grandes y temerosos… y más humanos que
los míos.
Poco tiempo después, aunque mi abuela no podía
calcular bien ese periodo, se habría producido un incendio en la iglesia,
quemándose el lugar donde estaba el gigante y los animales.
-Nunca más
supimos de él –concluía mi abuela-. Y
tampoco vi nunca más, ojos como los suyos.