El hombre que está vivo no tiene movimiento natural. No al menos según
los conceptos de Aristóteles. Y es que según él, los elementos tienen un lugar
natural en el cosmos, un lugar que les es propio y hacia el cual se desplazan (ya que tienen tendencia hacia
él).
En este sentido el hombre que está vivo se manifestaría
a partir de movimientos violentos, es
decir, movimientos cuya dirección y trayectoria es contraria al movimiento natural.
A modo de ejemplos para este tipo de movimientos, Aristóteles señala el lanzar
una piedra hacia lo alto o sacar agua de un pozo, entre otros.
Siguiendo esta idea, el hombre que está vivo
estaría no solo contrariando el movimiento natural, sino que además estaría
desafiando al cosmos mismo, pues sus movimientos de vida, serían
manifestaciones contra la tendencia que al cosmos le es propia (que cada
elemento acceda a su lugar natural).
¿Qué debiera hacer el hombre que está vivo
entonces, para acceder a su lugar natural en el cosmos? La respuesta es
sencilla -aunque triste, dirán algunos-: El hombre que está vivo debería dejar de estar vivo.
Y es
que el lugar que le es propio al hombre –como conjunto vivo, más allá de los
elementos que lo componen-, es sin duda su tumba, es decir, un lugar único en
el cual el hombre que está vivo se transforme únicamente en un ente cuyo modo
de existencia sea la renuncia al movimiento violento y, desde ahí, sea capaz de encontrar su lugar natural en el cosmos.
Solo el hombre que muere -escribo entonces-, tiene
un movimiento natural.
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