Hace media hora escucho un grillo cantar en este cuarto.
Entonces comencé a buscarlo.
Lo encontré en un rincón, por el borde de un
estante.
Lo miré desde lejos, para no molestarlo.
Y es que no lo dije antes, pero lo cierto es que me
encanta el sonido de los grillos.
Lo malo fue que esta vez, al escucharlo, comencé a
darme cuenta que el grillo no me cantaba
en lo absoluto.
Es decir, no me cantaba a mí, particularmente.
En este sentido, sería correcto decir que el grillo
cantaba como quien caga, digamos… exclusivamente por necesidad propia.
Y claro, eso es algo que uno sabe, en el fondo,
pero solemos hacer como que no nos damos cuenta.
Así, lo que me ocurrió entonces, debo reconocer,
fue que me sentí molesto.
Y sí… sin duda sabía que era una situación absurda,
pero no pude evitar sentirme de esa forma.
De esta forma, algo contrariado, volví a poner
atención al grillo… O más bien, comencé, por
primera vez, a poner atención al grillo.
Me refiero a que dejé de escuchar, su canto para mí, y comencé a escuchar,
en cambio, su canto para él mismo.
Algo que tal vez, por cierto, ni siquiera él
escuchaba.
Extrañamente, después de eso, el sonido me pareció más
valioso.
Y hasta más perfecto, incluso.
Fue entonces que recordé que una vez, hace años, me
pasó lo mismo en una iglesia.
Sin grillos, eso sí, en esa oportunidad…
Pero eso es otra historia.