Ocurrió en Coquimbo.
En una especie de bar clandestino donde se jugaba a
las cartas.
Yo llegué con un amigo del sector, que ya había ido
en otras ocasiones.
En el lugar deben haber estado unas veinte personas,
todos con algo para beber y apostando a los dados, las cartas o tirando dardos.
La mayoría de los que jugaban eran viejos, y
parecían habituales.
-Si vas a apostar tienes que pedirle permiso al
tipo de allá –me dijo mi amigo-. Él es aquí como el Dios padre..
Yo miré y me fijé en el tipo.
Estaba en una mesa donde jugaban póker. Usaba
lentes gruesos y tenía una muleta. Él era el hombre que repartía las cartas.
Justo cuando me acerqué uno de los jugadores dejó
la mesa y con un gesto el tipo me invitó a participar.
-Son apuestas bajas –me dijo-. No te preocupes.
Máximo cinco mil en cada mano.
Yo acepté.
No se usaban fichas, solo efectivo.
Casi nadie apostaba.
Gané un par de veces y perdí en otro par.
-Si ganas se deja el diez por ciento –me dijo.
Yo asentí.
Mi amigo también llegó a la mesa a jugar y
compramos vino.
Ya casi amanecía cuando el hombre que daba las
cartas, dio un aviso.
-La que viene es la última partida –nos dijo-. Después
me va a dar un infarto.
Mi amigo rio.
Los otros que jugaban hicieron como si no
escucharan.
Aposté todo en esa jugada, ya que era la última.
Dos o tres tipos aceptaron la apuesta.
Gané esa partida, creo que con un full.
Mientras me pagaban, el hombre que daba las cartas
se llevó una mano al pecho y se desplomó.
Lo demás fueron llamadas y ambulancia y lo que
ocurre siempre en esos casos.
Al día siguiente me fui de Coquimbo y, con el tempo,
perdí comunicación con ese amigo.
Cuando fui otra vez, años más tarde, descubrí que en el
lugar habían construido una iglesia.
Me ahorré, de todas formas, pagar el diez por ciento.
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