No quería ir al doctor.
Pero fui.
Entonces el doctor me dijo que anotara los síntomas.
Y claro, yo lo hice.
Así, cuando hube llenado doce hojas decidí ir de nuevo a verlo.
¿Esos son los síntomas?, preguntó.
No, le dije, son palabras que hablan de mis síntomas.
Ya, dijo él.
Luego los leyó.
Rápidamente, es cierto, pero al menos me pareció que lo hacía.
Mientras, yo calculé que a esa velocidad podría leer La broma infinita en cinco horas.
Es usted muy minucioso, me
dijo.
¿Ese es otro síntoma?,
pregunté.
Él no contestó.
En cambio, me miró de una forma extraña, como si estuviera procesando
la información y debiese decirme algo importante.
¿Es grave, doctor?, le
pregunté.
No lo sé, me dijo. No lo sé con certeza.
Yo no supe qué decir.
El doctor volvió entonces a mirar las hojas y luego a mí,
intercaladamente.
Yo estaba nervioso.
¿Por qué hay diálogos en sus
síntomas?, me preguntó entonces.
Porque no son mis síntomas,
contesté.
Son palabras que hablan sobre mis
síntomas.
El doctor asintió.
Vi que escribía algo en una hoja.
¿Voy a morir, doctor?,
pregunté.
Todos vamos a morir, dijo él.
Luego me anotó el nombre de otro doctor y me dijo que fuese a verlo
pronto.
Así, finalmente, le pedí de vuelta las hojas y las transcribí para
hacer un blog.
Nunca fui a ver al otro doctor.
Esa es una forma de explicarlo.
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