De pequeña la encerraban tras la última puerta.
Estaba al fondo del pasillo y tras aquella puerta
había un pequeño cuarto.
No la encerraban bajo llave, pero ella sabía que no
podía salir hasta que todo afuera se hubiese calmado.
En el cuarto había poca luz, un mueble con ropa vieja
y un sofá.
Su madre la enviaba ahí cuando se sentía más
ofuscada y a veces también le hacía un gesto para que se fuera ahí cuando
discutía con su padre.
Por lo mismo, ella comenzó poco a poco a comprender
que tras la última puerta podía existir también una especie de refugio.
Una zona sagrada, digamos, en que a ella parecían
olvidarla, hasta que sentía que era necesario volver a aparecer.
De hecho, ella no recordaba que nunca la hubiesen
llamado para salir de ese cuarto.
En este sentido, una hipótesis –absurda, pero
hipótesis al fin y al cabo-, proponía que mientras ella estaba permanecía en el
cuarto, todos los que estaban fuera la olvidaban, pero cuando salía, salía de
su no-lugar y volví entonces a ser visible para los otros.
Su existencia se volvía visible, más bien.
Y claro, así pasaba el día.
Y es que en esas conjeturas se perdía ella mientras
estaba en el cuarto, tras la última puerta.
Eso, hasta que descubrió un día, tras el sofá, otra
puerta todavía más pequeña.
Y pensó en enviar ahí a otra ella más pequeña, para
que también se protegiese, de lo que se oía tras la –ahora-, penúltima puerta.
No sabemos si lo hizo, sin embargo, pues quien les habla
no tuvo acceso a esas pequeñeces.
No obstante, como no salió nunca, nos aferramos
hasta hoy, a esa única esperanza.
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