Les disparó a la cabeza. A los tres. Porque decía
que eran zombis. No estoy seguro si lo creía así realmente, pero al menos eso
es lo que declaró. Y por la forma en que destruyó las cabezas después de dispararles
(el calibre del arma no era suficiente para volarlas en pedazos, como ocurría
en las películas) podríamos determinar que su versión es cierta y no darle más
vueltas al asunto.
Así y todo, debo reconocer que le doy, igualmente,
vueltas al asunto. No a los asesinatos en sí, sino a las razones que lo llevaron
a considerarlos como zombis. El juicio no se centró en ellas, por supuesto, aunque
el fiscal resaltó que el asesino consideró a las víctimas como zombis desde
varios meses antes del ataque, por lo que pedía que se considerara que el
acusado había actuado con premeditación. La defensa, en tanto, apelaba
únicamente a la salud mental del imputado, tratando de declarar nulo el juicio a
partir de su condición.
Una de las cosas que me llamó la atención de las
declaraciones fue la lógica del acusado cuando le preguntaron si se sentía
amenazado por la presencia de los que él consideraba como zombis, y cómo
explicaba que no lo hubiesen atacado en tanto tiempo. A esto, el imputado señaló
que los zombis posiblemente creían que él también era uno de ellos, pues las diferencias
entre zombis y vivos eran, según sus palabras, muy difíciles de apreciar.
Luego de cuatro sesiones el juicio llegó a término
y condenaron al acusado a treinta años de presidio efectivo, desestimando su
condición mental. Pocas semanas después se informó en la prensa del fallecimiento
del asesino, tras chocar violentamente su cabeza contra las paredes de la celda
en la que se encontraba, sin que los guardias hubiesen alcanzado a reaccionar.
Por disposición testamentaria -y porque nadie se opuso, en realidad-, su cuerpo
fue enterrado junto a los tres que había matado, en una tumba familiar.
La tierra, sobre la tumba, ha permanecido intacta,
desde entonces.
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