Alguien puso un pez en un charco.
Eso supongo, más bien.
Un pez rojo y pequeño, con apenas espacio para
nadar.
Lo encuentro al caminar, en la mañana, luego de una
noche de lluvia.
Me acerco a él y meto un dedo al agua para
comprobar que es verdad.
El pez se mueve y trata de sumergirse, pero en el
charco no hay gran profundidad.
Y claro, yo me quedo ahí, mirándolo, pues no sé qué
se debe hacer cuando se encuentra un pez en un charco.
¿Poner un anuncio para ver si encuentro al dueño…?
¿Llevármelo a casa en una botella con agua mineral…?
Busco respuestas mientras otros transeúntes pasan
junto al charco.
Finalmente me decido y regreso a casa, a buscar un
recipiente y agua, para poder llevarlo.
Mientras lo hago, pienso que no tiene lógica alguna
lo del pez en el charco.
De hecho, dudo por momentos que lo haya encontrado
en realidad.
Así, mientras me acerco al charco, temo incluso no
encontrar al pez.
Pero ahí está.
Con cuidado lo meto al recipiente y lo llevo a
casa.
Me quedo junto a él, mirándolo, sorprendido.
Y cada movimiento suyo, debo confesar, me sorprende
un poco más.
Se me pasa así el tiempo y ante el retraso, decido
no ir a trabajar.
Es que encontré un pequeño pez rojo en un charco,
les digo.
Pero no parecen escuchar.
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