Trabajó durante cuarenta y cuatro años.
Veinticinco de ellos lo hizo en una fábrica de
tubos.
Eran tubos de acero mayormente, aunque también los
fabricaban con otras aleaciones.
Los tamaños eran variados, pero no recuerda haber
visto tubos demasiado grandes.
Cuando le digo que sea más específico me dice que
no cree que hayan sido de un diámetro mayor de cuarenta centímetros.
Nunca supo para qué servían.
Y es extraño, porque no recuerda que nunca alguien,
tampoco, se lo hubiese preguntado.
Desde hace unas semanas buscamos averiguarlo, pero
ya no quedan rastros de la empresa.
Tiene contacto con un compañero de trabajo de esa
época, pero tras llamarlo, nos enteramos que él tampoco sabía para qué eran
esos tubos.
Solo recuerdan que los venían a buscar en camiones
blancos.
Mientras trabajó en el lugar desempeñó distintas
labores.
Todas, sin embargo, estaban relacionadas con la
mantención de las máquinas que determinaban la resistencia de esos tubos.
En su casa, como recuerdo de la época, guarda uno de
no más de treinta centímetros.
A simple vista, puesto sobre la mesa, me hizo
pensar que era un catalejo.
Ahora él lo tiene en sus manos y mira a través
suyo.
No sé qué es lo que ve, ni qué es lo que mira.
Es una pena,
dice finalmente, como si se avergonzara.
Realmente es
una pena.
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