Se puso una cereza sobre la cabeza y dijo que iba
disfrazada de torta.
Eso no se vale, le dije yo, pero no me hizo el
menor caso.
Caminando, la llevé hasta el lugar y la dejé en la
puerta.
Tres horas después me llamó para que fuese a
buscarla, llorando.
No quiso hablar y se vino en silencio, junto a mí,
tomándome del brazo.
No hacía frío, esa noche, según recuerdo.
Una cuadra antes de llegar a casa se acercó a
vomitar cerca de un árbol.
Yo podía verla, inclinada, todavía con la cereza
puesta en la cabeza y su vestido con encajes.
Ni ella ni yo teníamos pañuelo así que se limpió
con un trozo de papel, que llevaba en un bolsillo.
Nos quedamos así, detenidos, un buen rato.
Poco después la escuché reír, como si hubiera
recordado algo.
¿No te conté
por qué estaba triste?, me dijo.
Yo negué, y ella se volteó para mirarme, despacio.
Me río porque
lo he olvidado, confesó.
Ambos nos sonreímos y nos preparamos para seguir el
camino.
Caminamos así unos pasos, respirando profundo el
aire húmedo.
Ya no duele
cuando uno se olvida, comentó mientras abríamos la puerta.
Y yo le dije que sí, que el dolor siempre se olvida,
tarde o temprano.
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