Las flores las sacó, sin permiso, del jardín de una
embajada.
La idea de metalizarlas, por otro lado, la había
recogido de un libro de Arlt.
No quedaban muy bien los detalles, es cierto, pero
él sentía que las volvía más valiosas si tenían una flor real dentro.
Yo no le discutí porque no tenía idea de cómo
funcionaba todo aquello.
En cambio, lo acompañé a vender esas flores, ya
metalizadas, a una tienda en Vitacura.
Les entregó doce, pero le devolvieron cuatro, que
no les habían gustado.
Luego le pagaron.
Me explicó entonces que, si bien el precio era
alto, casi no le quedaban ganancias.
Además no saben elegir, me dijo, por lo general
me devuelven las más valiosas.
Yo no entendía bien a qué se refería con eso, pero
preferí no preguntar.
Mientras regresábamos, él intentó explicarme el
proceso de metalización.
Nombró entonces una serie de elementos y procesos
químicos que no logré asimilar.
Por último, se ofreció a llevarme hasta un pequeño
laboratorio, que había instalado en un rincón de su casa.
Entonces lo vi trabajar, con sumo cuidado,
observando como sumergía una de las flores en un líquido y luego la dejaba en
una cámara que emitía algunos ruidos y que mantenía a la flor envuelta en una
serie de gases de colores, que no quise preguntar para qué servían.
Hablamos entonces de Arlt y de otra serie de
personas que te ofrecen, sin saberlo tal vez, algo con lo que puedes “ganarte
la vida”.
Ninguno de nosotros, por cierto, pensaba en dinero
en ese momento, como lo aclaramos luego, en nuestra conversación.
Semanas después, me enteré que lo detuvieron en un
confuso procedimiento policial, supongo que por sacar flores de la embajada.
Yo no supe nada del asunto, sin embargo, hasta que
ya fue tarde.
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