Me hablaron de un niño que se convertía en zorro.
Varias personas del lugar lo habían visto en la
montaña.
No solía acercarse a nadie, según decían, pero a
veces podías verlo, caminando en las cercanías, cuando todo estaba en silencio,
casi siempre al atardecer.
Yo había andado mucho por el lugar y creía en
aquella historia.
Después de todo, varias veces había visto al
pequeño convertido en zorro y hacía muy poco había visto al niño, caminando
solo, en medio de los árboles.
Mientras escuchaba, otra persona planteó que tal
vez era un zorro que se convertía en niño y no al revés.
Algunos le dieron la razón.
Otros mantenían lo contrario.
Discutieron por bastante tiempo, aunque debo
reconocer que sus argumentos eran débiles, y hasta sonaban un tanto absurdos.
Que el niño parecía más verdadero como niño, decían
algunos.
Que el niño tenía ojos de zorro, decían otros.
Yo los escuchaba, simplemente, sin participar.
Ya se habían calmado los ánimos y la mayoría de la gente
se había ido cuando escuché a una señora farfullar algo acerca de la naturaleza.
La miré y ella se dio cuenta que la había oído.
Yo una vez vi al zorro y al niño, me dijo.
Los vi juntos, me refiero, en la montaña.
Pero la gente insiste en creer que el día se
convierte en noche o que los vivos se convierten en muertos, sin comprender la
naturaleza de las cosas.
Yo asentí y me avergoncé un poco, porque ella tenía
razón.
Y entonces la vergüenza me llevó a guardar
silencio.
Sin comprender, todavía, la naturaleza de las
cosas.
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