Lo llevaban con ellos para cazar porque imitaba
bien el sonido de los patos. Mucho más, al menos, que esos aparatos que supuestamente
funcionaban de maravilla, según los anuncios. Tenía ocho o nueve años en ese
entonces y para él era todo parte de un juego. La ropa que le ponían, la comida
que preparaban para el viaje y hasta el pequeño rifle a fogueo que le prestaban,
para que fuera parte, realmente, de todo aquello. Era así como de pronto, luego
de un viaje en auto y después de una larga caminata, le indicaban al niño que hiciera
los sonidos, que solían funcionar estupendamente y que lo volvían cada vez más
famoso en la región. A su madre no le gustó en un inicio que participara, pero
comenzaron a dejarle parte de la caza algunas veces y hasta le entregaban
dinero de vez en cuando, para que dejase que el niño los acompañara, sin
reparos. Cumplió entonces el niño los diez, once y hasta doce años. Ya entendía
casi todas las bromas de los hombres que lo llevaban a cazar y su técnica se
había vuelto tan perfecta que podía incluso cambiar el tono y volumen de su
voz, dependiendo del tipo de pato que quisieran atraer. Ocurrió, sin embargo,
en una de esas idas, un día en que sus sonidos no funcionaron en lo absoluto.
Ni el niño ni los otros hombres notaban diferencia en ellos, por lo que se
asombraron aquella vez de volver con las manos vacías. Lo contaron casi como
una anécdota esa primera vez, sin molestarse, y el niño volvió a ir, con otro
grupo esta vez, al día siguiente. Lamentablemente tampoco funcionó ese día. Ni
los siguientes. Un día uno de los grupos lo llevó a parte, antes de regresar y
lo acusó de hacerlo de gusto. Incluso uno de los hombres que iba un tanto borracho
lo empujó y lo hizo caer al suelo, fuertemente, antes de golpearlo con la
culata de un rifle. El niño se defendía diciendo que no sabía qué pasaba, que
lo hacía igual que siempre, que no era cuestión de voluntad… Su madre habló con
él esa misma noche mientras le curaba las heridas. Tal vez ya eres muy
grande, le decía la mamá, eso nos pasa a todos… uno llama a los hijos y
dejan de venir también, como los patos… no hay nada de malo en eso, es la
naturaleza no más. El niño pensó sobre aquello, pero lo cierto es que no
sabía bien qué pensar. Además, ya estaba dejando de ser niño y pensaba también
en otras cosas. Meses después fue a quedarse una noche, cerca del lago, con una
chica varios años mayor. En esa oportunidad, antes de tener sexo por primera
vez, intentó también llamar a los patos, sin resultado. Hago el mismo sonido
de siempre, le decía él, a la chica, no sé por qué no funciona. La chica
no le daba mayor importancia, pero le dijo entre otras cosas algo que después
él recordaría. Tal vez los patos saben que les mientes, le dijo. Días
después, ya en la casa, el niño le daría vueltas a eso. Le parecía cierto, de
alguna forma. Después de todo… era el mismo sonido… el mismo idioma digamos,
pero ahora él se había hecho consciente del engaño. Cuando niño haces sonidos,
pensó, sin distinguir lo bueno de lo malo, pero con el tiempo descubres que ese
sonido puede servir para otras cosas… Era sencillo, en el fondo, concluyó, ordenando
sus ideas: deja de ser la voz de la naturaleza, cuando sabes que mientes y por
eso no vienen los patos. Parecía fácil entenderlo así, pero cuando intentó
decirle aquello a su madre no le resultó en lo absoluto. Además, ella había
descubierto lo de la chica y no le interesaba hablar sobre los patos. Tampoco
le habló directamente de sexo, ciertamente, pero le dijo con otro tono que no
hiciera estupideces, y que no comenzara a volverse una mierda, como su padre. El
que había sido un niño lloró un poco esa noche, sin saber bien por qué, pero
luego se sintió estúpido por haberlo hecho. De hecho, tenía tanta rabia que
despertó con las manos empuñadas esa mañana. Se dio cuenta de aquello incluso
antes de abrir los ojos. Y entonces los abrió.
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