Los niños se molestan porque la piñata está vacía.
La han golpeado cada vez más fuerte, hasta que ha
caído hecha pedazos.
Luego se han lanzado sobre ellos, pensando que algo
había entre los restos.
No encontraron nada, por supuesto.
Fue entonces, recién, que comenzaron a inquietarse.
Se miraban entre ellos.
Parecían preguntarse cuál era la sensación
correcta.
Solo entonces se enojaron.
Uno lanzó un grito.
Otros rompían en trozos más pequeños lo restos esparcidos
por el suelo.
Los que estaban más atrás buscaban algo en qué
desatar su furia.
No se trataba, claro está, de un buen espectáculo.
Yo los observaba desde lejos, sin ser visto,
intentando no indignarme.
Y era difícil no hacerlo…
Debía ordenar los hechos; comprenderlos un poco.
Todo es siempre cuestión de expectativas, me decía.
Después de todo, era una gran piñata.
No había adultos.
Cada uno de los niños había sido provisto con un
palo.
Supongo que
ese es un error, es cierto, pero no les da derecho a ser insensatos.
¡Con qué derecho, se molestan…!
¡Alegan injusticia, sin siquiera distinguir qué es
aquello que merecen…!
¡Que la piñata está vacía…!
¡Qué el mundo está vacío…!
¡Que dentro de los cuerpos solo hay tripas y sangre…!
Pobres insensatos…
Cerdos entre perlas…
Les di palos, les di rabia, les di hambre…
¿Siguen molestos porque la piñata está vacía…?
¡Yo les di lo que no tienen…!
¡Les di la vida…!
¡Les di la vida, hijos de puta…!
¡Y les di un barranco!
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