Por las mañanas encuentro caracoles en el piso.
No dentro de la casa, por supuesto, pero de todas
formas es extraño.
Y es que suelo encontrarlos en el patio, bastante lejos
de sectores con plantas.
Yendo hacia cualquier sitio.
Por lo mismo, trato de estar atento cada mañana,
para no pisarlos.
Voy recogiéndolos, entonces, medio dormido, y los
llevo hasta algún macetero, o hasta un rincón donde crezca pasto, o los pongo
cerca de una planta.
Tampoco es que sean tantos en todo caso.
No más de cuatro, cada mañana, calculo.
De hecho, aún no me he puesto a pensar, ni me he
fijado, si se trata de los mismos.
Sí me he percatado, sin embargo, que no dejan
marcas.
Me refiero a que, al encontrarlos, ninguno de ellos
tiene tras de sí esa huella plateada que encontrabas antaño.
Tampoco es que intenten ponerse bajo la luz del
sol, o que busquen lugares húmedos, pues, como decía, los encuentro orientados
hacia cualquier sitio, sin que haya podido distinguir todavía algún patrón, o
una trayectoria clara.
En este sentido, es como si alguien los hubiera
dejado segundos antes repartidos sobre el piso, tomándolos desde los lugares en
que yo los dejo, como si se tratase de un pequeño juego cuyo objetivo
desconozco.
Segundos antes, segundos después, podría
llamarse el juego.
Mientras jugamos, sin embargo, los caracoles como
una excusa, van quedando olvidados.
Tal vez, justamente, de eso se trata.
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