Había sangre en las puertas de las casas de ese
pueblo.
Una gran marca hecha de sangre había, más bien, en
cada puerta.
Y tras las puertas de las casas las madres
abrazaban a sus hijos.
Porque iban a morir, los abrazaban.
Por temor a su propia soledad, los abrazaban.
La marca hecha de sangre en cada puerta se refería
a aquello.
No había padres, en el pueblo.
Ni en las casas, ni en las calles, había padre
alguno.
Tampoco en la iglesia, ni en los campos, y menos en
el cementerio.
Si preguntabas por ellos a las madres no respondían
pues abrazaban a sus hijos.
Y los hijos no respondían pues sus bocas estaban
selladas contra el regazo de las madres.
Entonces, ante la ausencia de respuestas llegó la
noche al pueblo.
Y en la oscuridad la sangre que había en cada
puerta brillaba como una luz.
No había padres, decía, en todo el pueblo.
Murieron seis niños esa noche.
Se escucharon gritos, lamentaciones y hasta amenazas
al cielo.
Las que quedaron solas alegaban injusticia y se arrancaban,
a sí mismas, el cabello.
Habrá que volver a marcar las puertas dijeron otras,
con herramientas en las manos.
Mientras observaban a las que quedaron solas, lo
dijeron.
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