Cayó sobre la ciudad hace un mes casi.
La bomba que nadie ve.
La bomba que nadie vio.
La bomba transparente y silenciosa.
Las esquirlas se enterraron en la carne, pero
apenas y podían sentirse.
Un leve temblor, tal vez.
A lo más los ojos se irritaban, pero el daño no era
inmediato.
Con quienes hablé no creyeron mis palabras.
Fue un viento
fuerte, dijeron algunos.
La
contaminación, dijeron otros.
Y al final siguieron con sus vidas.
Todos siguieron con sus vidas.
Como si la vida en realidad se desarrollara por
inercia.
Por un impulso dado hacía tanto tiempo que ya nadie
recuerda hacia dónde avanzamos.
O intentamos avanzar.
Ahora, en cambio, algo se instaló en la sangre.
Luego de la bomba, me refiero, algo se instaló en
la sangre.
Prácticamente no se siente.
No aparece en los exámenes.
Me los hice casi todos y nada aparecía.
Reclamé en los laboratorios y fui con distintos
doctores.
Solo uno, por no discutir, aceptó que pudo haber
ocurrido.
Pero no se preocupe, me dijo, de igual forma eso no
afectará en su vida diaria.
No me dio ni un día de licencia.
El trabajo
fortalece el espíritu, me dijo, mientras sonreía.
Pero claro… él no sabía una mierda de mi espíritu…
Y tampoco sabía una mierda de mi vida diaria…
Llegó entonces el día siguiente y debía volver al
trabajo.
Pero no volví.
Debía volver con los otros, pero di un paso al
costado.
Observé el cielo y cerré los ojos para saber si
venía alguna bomba más.
No se oía nada, si soy sincero.
Aunque es cierto: la bomba era silenciosa.
Podía fácilmente seguir explotando, pensé, en ese
mismo instante.
Respiré hondo, mientras pensaba qué hacer.
Y nada pensaba, en el fondo, cuando pensaba qué
hacer.
Déjala
explotar, dijo una voz entonces.
No le des más
vueltas, hijo.
Déjala
explotar.
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