I.
M. me cuenta que ayer lo asaltó un tipo que llevaba
una máscara de perro.
Fue a la salida de un banco, justo al doblar por
una calle angosta que se había quedado momentáneamente sin transeúntes.
Entonces, cuenta M., el tipo con la máscara de perro
apareció desde detrás de un auto que se encontraba estacionado y lo apuntó con
un arma.
“Guau”,
dijo el hombre con la máscara de perro, mientras lo apuntaba.
Al parecer no dijo nada más.
II.
Yo pensé que
me estaba hueveando, pero justo cuando comenzaba a reír me pegó un culatazo en
la cabeza y casi me hizo caer.
Ahí todavía tengo
el corte… mira.
Entonces el
hueón indicó con su pistola mi mochila, donde había guardado el dinero, antes
de salir del banco.
Y claro, yo
se la pasé sin pensarlo, ya que me corría sangre por el rostro, y estaba
nervioso.
Además, el
dinero no era tanto y yo nunca he sido muy valiente.
III.
M. me explica que la máscara de perro era de goma, y
estaba llena de detalles.
Era de esas que cubren totalmente la cabeza y
tienen aperturas para ojos boca y un par de pequeños agujeros a la altura de la
nariz.
Por lo mismo, no pudo describir al asaltante cuando,
minutos después, fue a denunciar el robo.
IV.
Más encima me
huevearon los pacos.
Por ejemplo,
el que tomaba apuntes me preguntó si el hueón movía la cola.
Yo respondía
porque en principio no me daba cuenta que me estaban hueveando, pero al final
me molesté y les exigí que hicieran algo por buscar al tipo o encontrar lo
robado.
A lo mejor
Boby enterró la mochila, dijo uno.
Tal vez
podamos mandar un agente encubierto con máscara de gato… dijo otro.
Yo no tenía mi
teléfono para grabarlos y ellos lo sabían.
Y se
aprovechaban de eso y se reían y hasta me decían que no había nada que hacer.
Ante lo
inevitable no vale la pena esforzarse, me dijeron.
Es como con
la muerte, dijo uno que estaba más lejos, haciéndose el listo.
En una de
esas también anda por ahí con una máscara de perro, remató otro.
V.
Esa misma noche, sorpresivamente, alguien llamó a
M., al teléfono de su casa, para decirle que había encontrado sus cosas.
Era una voz de mujer, posiblemente mayor, según
calculó M.
En la mochila estaban sus documentos, un libro de
Arlt y hasta la totalidad del dinero, le informó.
La mujer le pidió la dirección para enviarle la
mochila por encomienda, pues dijo no estar en condiciones de juntarse.
Entonces M. pensó que podían estarlo engañando,
para obtener más datos, y el maricón les dio mi dirección.
Ayer, de hecho, llegó la mochila con la encomienda
y comprobé que venía todo.
Leí el libro de Arlt, lo guardé en mi biblioteca y
hoy me gasté el dinero.
A M. le dije que en la encomienda venía un collar
de perro y un hueso.
Me creyó porque sabe que no miento, salvo cuando
escribo.
No supo sin embargo que esta vez yo mismo escribí y leí
aquello que le dije.
Esto no es, por cierto, una confesión.
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