Vino a pagar sus deudas.
De improviso.
Llamó a la puerta y me lo informó, sin más.
Lo hice pasar.
Nos sentamos en una mesa pequeña que está en la cocina.
Le ofrecí café.
No contestó, pero le serví igual.
También vacié un paquete de galletas en un plato.
Se veía nervioso.
No molesto, pero al menos estaba inquieto.
Le pregunté qué ocurría.
Vengo a pagar
mis deudas, me dijo.
Ya me había dicho eso así que insistí con la
pregunta.
Disculpa,
dijo entonces, siempre me pongo así
cuando sé que quedaré en cero.
No hay
problema, dije yo, solo tranquilízate.
Supongo que lo intentó mientras contaba el dinero.
Lo traía exacto, pero lo conta varias veces, de
igual forma.
Luego me pidió que yo lo contara.
No es necesario,
repliqué.
Hablemos de
otra cosa.
Lo intentamos un poco, pero no resultaba.
Sentía que existía algo más y que no lograba verlo.
Es
desesperante quedar en cero, dijo de pronto.
Sin deudas,
quiso explicar, en el punto muerto del
gráfico.
Deber algo te
da dirección.
No deber y no
tener es lo mismo que ser un cero.
Haber vivido
hasta acá por nada.
Económicamente
nada, claro…
Yo lo escuchaba y no sabía bien qué decirle.
Lo vi tan afligido así, sin deudas, que pensé incluso
en prestarle dinero otra vez.
Entonces él me pidió que contara el dinero de todas
formas.
Yo lo hice.
La cifra era correcta.
Mejor me voy,
dijo apenas confirmé.
De acuerdo,
contesté.
Luego que se fue miré la mesa, que seguía donde
siempre.
No se comió las galletas y apenas probó el café.
El dinero estaba todo junto, en un costado.
Me sentí extraño, entonces, mirando aquello como
una escenografía.
Me han pagado
una deuda y todo sigue en paz, me dije.
Pero no me convencí en lo absoluto.
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