Luna es una perra que se pasea por el patio.
Ya tiene algunos años y sufre ataques nerviosos.
Ante emociones fuertes, mayormente, sufre esos
ataques.
Le dan medicamentos y eso la regula un poco, pero
además ya tiene varios años, aunque se evite hablar de ello.
Hoy la observaba recostada en un sector del patio
donde llegaba un poco de sol.
Comúnmente no descansa en aquel lugar.
Por lo mismo la miré y noté que estaba temblando un
poco.
No tenía cómo saberlo, pero sentí que estaba
muriendo.
Que había elegido ese lugar que está justo donde
hace años enterramos otro perro.
Un perro que se llamaba Eclipse.
No lo pensé entonces, pero ahora que lo escribo me
llama un poco la atención.
La Luna, bajo la luz del sol, sobre el lugar donde
enterramos a Eclipse.
Me acerqué a Luna que miraba tranquila, a pesar de
algunos temblores.
Le hice cariño, mientras sentía como su cuerpo
estaba tenso y se ponía un poco rígida.
El sol también me llegó a mí, mientras estaba con
ella.
Temblando o no, ambos nos mirábamos tranquilos,
mientras nos llegaba el sol.
Pasaron así los minutos y pasaron también otras
cosas que no vienen al caso.
Luna volvió a moverse y lamía las manos de quien se
acercara a ella.
Así, finalmente, se recuperó.
Yo volví a mis cosas.
La tarde estuvo helada y apenas se sentía el sol.
Ahora, mientras escribo, en medio de la noche,
tengo frío.
No sé dónde tenderme para buscar el sol.
Lo buscaré mañana, claro está, y quiero creer que
será suficiente.
No debiese pedir más.
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