La abuela de Tomás tiene un perro. Es casi tan
viejo como ella. Proporcionalmente, por supuesto. Ninguno de los dos sale de
casa y ambos se pasan el día en el mismo sofá. Por lo general ella lee unas
revistas o ve fotos viejas. También llama por teléfono a una nieta que vive en
Concepción. Se acuesta temprano y se duerme casi de inmediato. Cuando lo hace,
el perro se tiende junto a su cama, a la altura de los pies, y también se
duerme de prisa. Es tal la sincronía que la abuela de Tomás piensa que incluso sueñan
lo mismo, pues despiertan siempre igual de agitados o tranquilos.
Todas las mañanas hasta la hora de almuerzo va una
empleada donde la abuela de Tomás. Día por medio baña a su abuela y cada diez días
baña a su perro. También cocina y ordena un poco lo que encuentra fuera de
lugar, que cada vez es menos.
La abuela recibe visitas familiares los domingos, y
un par de llamadas telefónicas durante la semana. La única novedad que ha
tenido la abuela de Tomás este último tiempo es que descubrió a su perro comiéndose
sus cremas antiarrugas. De hecho, fijándose en su comportamiento, descubrió que
no le gustan las otras cremas, solo las cremas antiarrugas.
Como el perro rompió el envase de la crema y la
abuela no quiso botarla, ella decidió ponerse toda la crema antiarrugas que
quedaba, para no perderla. Entonces el perro se le acercó y hasta intentó
lamerla, pero sin éxito. Esa noche, por seguridad, la abuela dejó al perro
fuera de la habitación, antes de irse a dormir.
A la mañana siguiente, la empleada de la abuela
encontró al perro lloriqueando fuera de la habitación y pensó que la abuela había
muerto. No se atrevió a abrir la puerta y decidió salir de la casa, sin hacer
ruido. Tras esto, se dispuso a llamar a Tomás, pues ese era el único número de
un familiar de la abuela, que ella tenía registrado.
Tomás contestó y llamó a otros familiares.
Finamente, horas después, entró a la casa de su abuela junto con un tío. El
perro estaba lamiendo la cara de la abuela, que al final resultó estar
efectivamente muerta. Nervioso el tío golpeó al perro con un palo, pensando que
había atacado a la vieja. Reiteradas veces lo golpeó, hasta que dejó de estar
nervioso.
Llegó un doctor y una pareja de policías. También
un par más de familiares. El perro se echó en un rincón y murió, luego de tener
unas breves convulsiones. Nadie se fijó en esto, salvo Tomás, que no sabía bien
si sentirse o no culpable por el perro, o hasta por la muerte de su abuela. La
empleada había regresado y atendía a todos, en la casa. Fue en ese instante que
pensé que ni ellos ni nadie sabemos nada de la muerte. Toqué el timbre de la
casa, ordene mis ropas y empuñé el cuchillo. Ya saben lo que ocurrió después. Yo, si soy sincero, ni siquiera me
acuerdo.
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