Tuve dos perros.
Desde cachorros.
Dos perros que eran parte de una misma camada.
En principio ambos perros serían guardianes.
Por ello, intentamos adiestrarlos de esa forma.
Recuerdo que mi padre incluso pagó un curso.
Yo era, por cierto, el encargado de llevar los
perros a ese curso.
Por seis meses los llevé.
Tres veces por semana.
Según el instructor los perros estaban progresando.
De hecho, enviaba informes, a mi padre, con registros.
Entonces mi padre los firmaba y enviaba dinero, de
regreso.
Cada uno tenía un rol bien determinado.
Yo, por ejemplo, hacía siempre de intermediario.
Mi rol era sencillo y debía evitar cuestionar nada.
No pude evitar, sin embargo, preguntarme de qué
serían guardianes esos perros.
Quería preguntarle a mi padre, pero lo cierto es
que no me atrevía.
Tampoco se lo pregunté, de forma alguna, al instructor.
Poco antes de cumplirse los seis meses iniciaron
los problemas.
Yo lo notaba en la expresión de mi padre al leer
los informes.
También se percibía en la actitud del instructor.
Por lo que decían los informes, ocurrió que cada
perro se hizo guardián del otro.
Y claro, esto era un problema pues no podían, de
esa forma, ser guardianes fieles de algo más.
Entonces una tarde, fui testigo de una pelea que el
instructor provocó entre ambos.
Inyectó algo a los perros y los obligó a pelear.
Yo estuve presente.
Un perro se negó a atacar y el otro lo hizo
pedazos.
Literalmente lo hizo pedazos.
El otro, según mi entendimiento, murió siendo leal.
Entonces llevé el perro que sobrevivió donde mi
padre.
Los dejé solos, en un cuarto, junto al informe del
instructor.
Poco después sentí al perro gemir, como si le
estuviesen dando golpes.
Luego se abrió la puerta y el animal salió
corriendo, arrancándose incluso, del hogar.
Mi padre me dijo que estaría bien, pero yo no sabía
de quién hablaba.
A veces, siento que ese perro me mira aún, desde la
distancia.
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