Eran hombres, todos esos.
De lejos, incluso, todavía lo parecen.
Y es que todo, desde lejos, parece ser lo que era.
Las luces en la ciudad.
El ilusorio movimiento, en las calles.
Pequeños ruidos que nos llegan, desde distintos
sitios.
Los semáforos cambiando sus colores.
Las nubes desplazándose de un lugar a otro.
La lluvia que cada cierto tiempo irrumpe sobre
todo.
Y el sol que seca más tarde esa misma lluvia.
Y es que de cierta forma, cada forma parece estar
en su sitio correcto.
Las tiendas repletas de provisiones.
Los escasos ríos, fluyendo aún, sobre sus cauces.
Los regadores automáticos.
Y hasta los relojes que difieren entre sí, por no
más de diez minutos.
Quién lo hubiese creído.
La caída fue tan suave que ni siquiera pareció
caída.
El eco se escucha aún, sobre el silencio.
La maleza creció entre los bloques de cemento.
Los satélites.
Las sombras.
Los puentes que nadie cruza.
Y las hormigas bajo tierra.
El mundo entero, si se quiere, como un incienso que
suavemente se consume.
Un incienso que se quema, esta vez, en una iglesia
vacía.
Por último, allá abajo, un hombre de metal que
descansa.
Y otro, piadoso, que ha puesto dos monedas de
carne, sobre sus ojos.
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