He descubierto
en el último tiempo
a pequeños esquimales
viviendo en nuestra casa.
Disgregados,
puedes encontrarlos en rincones,
subiendo y bajando del refrigerador
desde donde cargan cubos de hielo
para fabricarse algún iglú
y quedarse entonces en aquellas esquinas
sin molestar,
ni dañar a nadie.
A veces te los topas cabizbajos,
caminando con aire serio
y reconoces en su andar
un aire soberbio y nada perturbador
como si estuvieran de caza
concentrados tras la pista
de la bestia correcta
y definitiva.
Uno en cambio,
suele sentirse algo inútil
al pasar frente a ellos,
y se hace necesario simular entonces
que estamos siendo parte
de una gran tarea,
o que al menos tenemos claridad
de dónde venimos
y hacia dónde vamos.
Incluso
desde que llegaron,
debo reconocer que me esfuerzo
por tener más limpio el lugar
y hasta me cuestiono
cuando estoy haciendo algo
que no tenga un gran sentido,
y dejo entonces de hacerlo
casi de inmediato.
Y es que eso ocurre
cuando tienes esquimales
viviendo en los rincones
de tu propia casa.
No es que sean una amenaza.
No hacen ruido y ocupan el menor
espacio posible.
De hecho, ni siquiera se juntan entre ellos.
Vuelven a llenar las cubetas, cuando sacan hielo.
Saludan respetuosamente meneando la cabeza.
Y hasta el momento, no he descubierto
que me falte comida,
o alguna otra pertenencia.
Por lo mismo,
simplemente los saludo
mientras pienso que no está del todo mal
que estén aquí,
en los rincones de la casa.
Esos son los esquimales.
Y esos son
los rincones
de nuestras casa.
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