El doctor me autoriza a tener treinta y ocho
grados.
Me refiero a que dice que en mi caso es normal, y
que no lo considere fiebre.
Durante un tiempo pensaron que era una infección o
un problema en la sangre.
Ahora simplemente me autorizan a vivir con esta
temperatura.
Está atento a
demasiados estímulos, me explican luego de un examen.
No puede
esperar otra cosa si duerme menos de tres horas, dice otro.
Un tercero añade otras conductas y señala que mi
esperanza de vida disminuye de esta forma.
Yo los escucho y analizo sus palabras.
Por momentos pienso que exageran.
No debe ser
tan malo vivir con fiebre, me digo.
Entonces me extienden un certificado especial.
Una especie de autorización para vivir con treinta
y ocho grados.
O hasta treinta y ocho cinco, aparece con letra
pequeña, más abajo.
Debo portarla y presentarla si tengo atención
médica.
Pórtela siempre en su billetera unto a sus otros
documentos, me dicen.
No les aclaro que no uso billetera y que extravío
constantemente, mis escasos documentos.
También me recomiendan unas pastillas para el
insomnio.
Incluso uno de los doctores me regala un frasco.
Agradezco, pero intento aclararles que no tengo.
Yo soy el que
me mantengo despierto, les digo.
Fabrico mi fiebre.
Siento que es
necesaria.
Ellos se miran y no dicen nada.
Uno anota algo en un papel.
Debemos
llamar al próximo paciente, comentan.
Yo asiento.
Me pongo de pie y me retiro.
Yo y mis treinta y ocho grados.
Mientras me alejo, pasa el próximo paciente.
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