Ella se dedica a quebrar los espejos.
Metódicamente, como si fuese un trabajo.
La he seguido y lo he comprobado.
En restaurants, baños públicos y hasta en ascensores.
Desde hace años que sé de ella.
Una vez me acerqué directamente y hablamos.
Fingí no saber de sus acciones.
Ella fue amable.
Fuimos a tomar algo.
Conversamos.
Le gustaba el cine soviético.
Sabía bastante de música.
Sospeché que sabía que la seguía, aunque no tuve
indicios claros.
No quedamos de volver a vernos y desistí de
seguirla por un tiempo.
Poco tiempo, en todo caso.
Entonces pude comprobar que no cesaba en su misión.
Aclaro que digo misión, por no tener otra palabra, en
todo caso.
De hecho, he llegado a pensar que la necesidad de
una misión propia me ha llevado a seguirla.
Tres años que la sigo.
Nadie nunca me lo ha pedido.
No doy cuenta a nadie de mi seguimiento.
Apenas unos apuntes.
Un par de dibujos.
Ni siquiera fotos.
Recojo fragmentos de los espejos, a veces, y los
llevo a casa.
Suelo mirarme en esos fragmentos.
Mi rostro se repite mil veces hasta dejar de ser un
rostro.
No sé qué sentir con todo eso.
Nunca sé que sentir y el tiempo pasa.
Ella rompe espejos y yo la sigo.
A eso se resume toda la historia.
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