Él y ella viven juntos desde hace unos meses.
Arriendan un departamento antiguo, en el centro de
la ciudad.
Ella se fue con su perro, su ropa y sus libros.
Él no tenía perro ni libros, pero llevó también su
ropa.
Ella, por cierto, está embarazada.
En principio compraron algunos muebles y cosas
imprescindibles.
Luego se preocuparon de los electrodomésticos.
Fue entonces, al comprar el refrigerador, que
comenzaron los problemas.
Y es que el perro, apenas instalaron el
refrigerador, comenzó a ladrarle.
Pensaron que se le pasaría en unos minutos, pero
pasaron horas y el perro no dejaba de ladrar.
Entonces esa noche, mientras el perro aun ladraba,
él se levantó y cambió el refrigerador de lugar.
Había pensado que eso daría resultado, pero no cambió
la situación en absoluto.
Al día siguiente el perro seguía ladrando.
Llegaron hasta el departamento unos vecinos, y
hasta el conserje, pero nadie parecía encontrar una solución.
Fue entonces que pensaron que tal vez deberían
cambiar el refrigerador.
Después de todo era muy grande y podía asustar al perro.
Llamaron a la tienda, pagaron un recargo y
cambiaron el refrigerador.
Esta vez trajeron uno un poco más pequeño y
cambiaron el blanco por un gris metálico.
El perro apenas hizo una pausa, pero miró bien el
nuevo refrigerador y volvió a ladrar.
Él lo llevó a dar una vuelta, pero al volver seguía
con lo mismo.
Esa noche, mientras el perro ladraba, ella comenzó
a temer por su futuro.
Su futuro como madre me refiero.
-¿Y qué pasa si nuestro hijo llora? –preguntó ella.
-Todos los niños lloran –dijo él.
-Sí, pero me refiero a si llora así como ladra el
perro –explicó ella-.
-No te entiendo.
-¿Qué pasa si llora así y no se calla?
-Un perro no es un niño –dijo él.
-Pero imagínate que llora cuando me ve, igual como
el perro cuando ve el refrigerador…
-Pues una madre tampoco es un refrigerador –contestó
él.
-Pero tal vez haya similitud –siguió ella-, como
una razón…
-¿Una razón?
-Claro… tal vez un perro sea a un refrigerador como
un niño es a una madre…
-Eso es absurdo –dijo él.
No hablaron más del asunto esa noche e intentaron
dormir.
El perro ladró toda la noche.
Al día siguiente lo llevaron al veterinario.
Le dieron sedantes.
Diez gotitas
en su plato con agua, les dijeron.
Y claro, el perro dormitaba, por momentos, pero
apenas despertaba volvía a ladrar.
La situación se repitió por una semana.
Diez gotas,
había dicho el veterinario.
Más gotas podrían matarlo.
Además es un
perro pequeño, había dicho.
A la décima noche él le preguntó a ella sobre la
cantidad que era peligrosa.
-¿Con cuántas dijo el médico que el perro podía
morir? .preguntó él.
Ella le respondió que no especificó la cantidad,
pero suponía que era con el frasco entero.
No hablaron más del asunto.
El perro seguía ladrando.
Esa noche ella lloró un poco.
Lloró un poco, pero entendió, así que no dijo nada.
Además era tarde y había que dormir.
Él volvió entonces de la cocina y se acostó a su
lado.
El perro había dejado de ladrar.
Él puso sus manos sobre ella, buscando sentir al
niño.
-¿Lo sentiste? –preguntó ella, luego de unos
minutos.
-Sí –mintió él, mientras se volteaba, para buscar
el sueño.
No hay comentarios:
Publicar un comentario