Me explicó que quería ser dentista porque le
gustaba hablar. Hablar con otros, especificó. No hablar a solas, como
cuando escribes en un blog, me dijo. Sin ofender, por supuesto,
recalcó. Yo no me ofendí, pero lo cierto es que no entendía, así que le pedí
que se explicara mejor. No sé bien qué se pueda explicar, dijo entonces.
Me gusta hablar. Hablar y que me escuchen. Creo tener puntos de vista
interesantes y que pueden enriquecer a otros. Hablar desde los costados, eso
sí. Aparentar que hablas de otra cosa y de pronto dar en el clavo. Y dejar
hundido ese clavo en el otro. Sin que esa persona haya pedido ese clavo, por
supuesto. De otra forma estudiaría psicología o algo así. Recuerdo haber
intentado comentar aquello que decía, pero me hablaba tan rápido que no podía. También
pensé en ser taxista, o estudiar peluquería, siguió, pero en esos casos corres
el riesgo que te interrumpan, o hasta pueden pedir que te calles, si te toca
algún maleducado. Como dentista en cambio puedes manejar la situación.
Inmovilizas al otro. Lo dejas en una posición incómoda y te aseguras de meter
algún instrumento en su boca, para que no conteste. Entonces hablas. Tú regulas
el tiempo, por supuesto. Además, si intenta hablar, a pesar de todo puedes
meterle alguna otra manguera, anestesiarlo, o hasta hacer algún corte, para que
sangren un poco. Eso siempre los calma. Los concentra. Les adviertes que si
hablan pueden tener una hemorragia y ellos se asustan. Creen que la sangre es
importante y no se dan cuenta que la importancia reside finalmente en tus
palabras. Entonces sigues hablando. Puedes asegurar que te escuchen, incluso,
cada cierto tiempo. Hacer que asientan cada cierto rato… ¿Entiendes ahora?
Yo asentí. Pues esa es mi vocación, en resumen, dijo entonces. Luego se
fue. Mientras se alejaba, por cierto, yo sentí que la boca se me había llenado
de saliva, y escupí a un costado.
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