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Ella estaba en el pasillo de los fideos. Creo que
era el número doce. Miraba las tablas de información nutricional y los
ingredientes utilizados. Lo hacía todo el tiempo, pero sin saber exactamente
qué buscaba. Como si entre todos esos números y nombres fuese a encontrar algo
perdido. Algo de importancia, incluso, podría decirse, a partir de la atención
que le dispensaba. No pensaba en nada más -o no se daba cuenta que pensaba nada
más-, mientras hacía eso.
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Él estaba en el pasillo de al lado. Era el
dieciséis. Hace poco se había dado cuenta que los números de los pasillos no
eran siempre correlativos. Por un tiempo intentó buscar la lógica que había
tras aquello. Tal vez la encontró -o tal vez no-, pero lo cierto es que dejó de
buscarla. Ahora está buscando algo concreto. Una mayonesa supuestamente casera
con toques de ajo que probó en casa de un colega hace unos días. Y claro, como
ella está leyendo los envases él se demora un poco más y aprovecha de acercarse
a la promotora de una salsa light, para untar, que la ofrece con unas pequeñas
galletas.
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Dependiendo de producto, ella a veces elegía alguno
con menos grasas o calorías, o que resaltara la presencia de elementos orgánicos,
aunque en el caso de los fideos la información era prácticamente la misma. Alguna
marca utilizaba otro tipo de harina y otra destacaba el uso de huevos frescos.
Huevos frescos para una pasta que puede guardarse durante años, se dijo, y notó
algo absurdo en todo aquello. Pero todo tenía un componente absurdo, si lo
pensabas. Tal vez lo absurdo era pensarlo, más bien. Ese debía ser el problema.
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Él probó una galleta para untar mientras la
promotora le hablaba. Parecía simpática. Vestía con ropa ajustada, semi
deportiva, para resaltar que el producto ofrecido era light. No estaba muy
maquillada y a él le pareció atractiva. Poco más que una niña, claro, pero atractiva.
Si hubiese andado con algún colega tal vez comentarían algo más, pero él era
más serio cuando estaba a solas. Alejaba los comentarios más burdos y trataba
de buscar la forma más sana de nombrar las cosas para sí mismo. Es atractiva,
pensó, sacando una última galleta. Bonita. Con eso basta.
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Ella decidía entre un paquete de corbatitas y otro
de espirales cuando se dio cuenta. Algo la iluminó, digamos. Se detuvo de
pronto y miró alrededor, igual que una vez que le robaron el carro. Pero en esta
oportunidad, sin embargo, no había extraviado nada. Son lo mismo, se dijo.
Corbatas, corbatitas, espirales, caracoles… todos son lo mismo. Solo cambia la
forma, descubrió, mientras miraba a las otras personas elegir -o creer que
elegían, más bien-, entre las mismas cosas. Estaba de verdad sorprendida. Tal
vez ya lo hubiera sabido antes, pero ahora comprendía. Y eso la hacía sentir un
poco engañada. Agitada y engañada, incluso, hubiese dicho, mientras los ojos se
ponían llorosos quién sabe por qué. La vista seguía pasando de los espirales a
las corbatitas y ya no percibía diferencia alguna.
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Él la notó extraña cuando llegó con la mayonesa.
También traía un par de salsas para untar, de las que estaban en promoción. Dejó
las cosas en el carro y dudó en preguntarle si le ocurría algo. Tal vez lo
había visto con la promotora y notó cómo le miraba el culo y se había
molestado. De todas formas, si era por eso, el problema era de ella. Solo pensé
que era simpática, se dijo. Y un poco atractiva. No hay nada de malo en eso. Se
extrañó que no mirara las salsas, pues nunca antes habían llevado de esa marca.
En las manos ella tenía paquetes de fideos, notó. Uno en cada mano. No se fijó,
por cierto, cuál era cuál.
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