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Un par de veces he jugado fútbol con futbolistas ciegos.
Como arquero, por supuesto, para no desnivelar. Seis por lado, en canchas
pequeñas. Y la pelota llena de cascabeles, sonando por toda la cancha. Son
recuerdos que había decidido olvidar, pero que han vuelto. Los gritos breves,
como de pájaros, para indicar a los otros donde se encuentran. Los golpes que a
veces daban en la nada. Los tiros que podían salir en cualquier dirección y no
sabías cómo prevenir. Y una sensación extraña, ahí, mirando y siendo parte de
todo eso, como un fraude. Y ellos sabían, por supuesto, que te hacían sentir
como un fraude.
No están hechos para ser vistos, esos partidos. No
ríen, ellos, mientras juegan. No pareciera que disfrutan. No parece un juego. Cuando
se golpean fingen saber que no saben qué golpean. Pero yo sé que sí lo saben. Hay
algunos incluso que están menos ciegos. Sospecho que ven manchas, por lo menos,
pero no lo admiten. Mienten, por supuesto, como todos. Pero es peor ver cómo
mienten, cuando ellos no saben que ves eso. Habrá quien diga que fueron malas
experiencias, simplemente. Que el recuerdo se ha transformado, con el tiempo. Que
la incomodidad surge porque puedes engañarlos, o puedes intentarlo, al menos. Yo
sé, sin embargo, que no es así. La última vez que fui, por ejemplo,
acuchillaron a uno en un camarín. Llegó la policía, incluso. Por supuesto, nunca encontraron al culpable.
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