“La lógica, a fin de cuentas,
es el amor por la lógica.
No es el amor por un ser humano vivo.”
O. D.
Quería anotar sus pensamientos en una libreta.
La había comprado expresamente para eso.
Venía con un lápiz, incluso, de tinta, con una
punta muy fina.
Y como tenía letra pequeña calculó que cabrían en
la libreta muchos pensamientos.
El problema surgía después, cuando los revisaba, y
decidía que debía tachar algunos.
Lo hacía porque tras leerlos, comprendía que no se
trataba, precisamente, de pensamientos.
Algunos, por ejemplo, eran más bien impresiones.
Y otros, que sí eran pensamientos, no eran
pensamientos necesariamente suyos.
De esta forma, la libreta comenzó a llenarse de
frases tachadas.
De día las escribía, confiando en su valor.
Pero cada noche volvía a borrar todo aquello que
antes había anotado.
Esa era, más o menos, la rutina.
No hay pensamientos, escribió, por ejemplo,
una vez.
Todo pensamiento ya ha sido dicho y ha sido
tachado.
Y es bueno que eso haya ocurrido.
Horas más tarde, sin embargo, leía aquellas frases.
Las había escrito alegre, con orgullo incluso, pues las sintió como una
verdad, en aquel momento.
Ahora en cambio todo volvía a sonar obvio.
Resonando, tal vez, desde otro sitio.
Considera entonces cambiar las formas verbales.
Vuelve a leer y todo parece perder significado.
Reflexiona:
No puede haber pensamiento en lo primero.
La última línea es una impresión.
La expresión anotada entre ambas es solo el dibujo de un ruido.
Entonces toma el lápiz y vuelve a tachar lo escrito.
Nada es traído a la existencia mediante la actividad del intelecto,
se dice.
El hombre es un concepto.
El hombre es un concepto estéril como un fruto.
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