I.
Nunca entendí el dicho ese de ojos que no ven, corazón que no siente.
Me lo repetía una y otra vez, pero no lograba encontrarle el sentido.
Me avergonzaba pedir que me lo explicaran, pero alguna vez lo hice.
Me dijeron que lo pensara al revés: ojos que ven, corazón que siente.
Y lo hice.
O intenté hacerlo, más bien.
Ahora dalo vuelta, me dijeron.
Obedecí.
Pero no entendí ni mierda.
II.
Con el tiempo, lo entendí, por supuesto.
Pero ya viejo.
Era algo tan simple y burdo que no lograba entender cómo se me había
escapado.
Quizá eso, me llevó a pensar en por qué era yo, en esos años, incapaz
de entender esa frase tan simple.
Concluí que nunca asocié la idea del engaño, o el sufrimiento provocado
por el engaño, con algo que pudiese verse.
Supongo que sentía que uno igual sabía, aunque no viera.
Sí, eso era:
El corazón siempre sabía.
Y sentía siempre.
III.
Ojos que no ven no son ojos.
Corazón que no siente, no es corazón.
Pueden ser cursilerías, tal vez, pero me parecen frases verdaderas.
Y es que el daño más profundo es justamente aquel que nos hacemos
cuando no queremos ver.
Es un derecho, por supuesto… no lo niego.
No sentir, no ver… y todas esas frases que pueden servir para finalizar
un texto adolescente.
No ver… no sentir, decía.
Y entonces el final.
Abrupto y torpe, el final.
Como si no lo fuera.
Como si no lo fuera.
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