Estoy frente a la hoja en blanco igual que un niño
pequeño ante su plato de comida. Un niño mañoso, digamos, que no sabe distinguir
bien si tiene hambre y deja que la comida se le enfríe, sin comenzar a comer.
Así, acostumbrados a forcejear y no realizar directamente eso que debemos,
ambos estamos esperando que la voluntad de otro nos empuje a avanzar o nos
amenace con un castigo en caso que no lo hagamos.
Pero ocurre que esta vez al niño no lo obligan a
comer. Lo sientan a la mesa, por supuesto, frente al plato, pero esta vez lo
dejan ahí. No insisten, no amenazan, no le recuerdan que el plato tiene nutrientes
que le son necesarios. Lo dejan simplemente, para que él mismo decida qué hacer.
Y claro, tenemos entonces al niño frente al plato pensando que tal vez se trate
de una trampa. Puede que no coma, es cierto, y la historia acabe ahí… pero
probablemente -si esto se repitiera, al menos-, tendríamos un niño que comenzaría
a hacerse consciente que no hay nada más. Que no hay trampa, me refiero. Que la
comida se enfría, que el tiempo pasa y que no hay muchas más opciones… Que el
plato está ahí, que él está ahí… y bueno… Mi teoría es que tal vez tendríamos
un niño que comienza a alimentarse de una vez por todas como es debido. Un niño
que comprende que eso es algo necesario.
De esta forma, si bien no hay cómo asegurar la real
eficiencia del procedimiento, me gusta suponer que el plato frente al niño se
vaciaría de una manera similar a como se va llenando la página en blanco.
Lamentablemente, la analogía es inexacta, ya que la
página que ya no está en blanco, no es el objetivo final de la escritura. De
hecho, puede que dicha página pase a ser también un plato servido frente a usted,
querido lector, que no le interesa descubrir si tiene hambre ni cree necesitar otros
nutrientes, pues se siente ya crecido. Es decir, aún no es consciente de su
papel fundamental en todo esto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario