Antes venía un médico. Se llamaba doctor San Juan.
O al menos así pedía que lo llamaran. Usaba un delantal blanco y bajo él
siempre andaba de traje. Era él quien recetaba las pastillas, aunque tras
cambiarnos de pabellón comenzó a darnos opciones.
-¿Pastillas o pala? -preguntaba.
No recuerdo los demás, pero yo siempre elegí pala.
Entonces él te llevaba a un costado y tras
conducirte hasta la puerta que daba al patio te entregaba una pala y te lanzaba
fuera.
Ya fuera, uno cavaba.
La tierra estaba siempre un poco húmeda así que no
resultaba tan difícil.
Yo hacía hoyos pequeños, de aproximadamente medio
metro, o poco más.
Recuerdo que tras hacerlos me metía en ellos y si
notaba que mis rodillas quedaban bajo la línea de superficie, asumía que ese
hoyo estaba listo y comenzabas otro.
Debo haber hecho siete u ocho hoyos por día.
Parábamos para almorzar y luego, cuando el sol se
ocultaba, nos dábamos una ducha y volvíamos a ingresar.
Extrañamente, al comenzar el día siguiente
encontrábamos los hoyos cubiertos nuevamente. Se notaba la tierra removida y yo
suponía que sacaban internos de otro pabellón, para hacer ese trabajo. Nunca lo
comprobé en todo caso.
No sé cuánto tiempo pasó de esa forma. A mí no me
desagradaba ese trabajo. Tú mismo ponías el ritmo y nadie te decía que debías
hacer. Incluso había algunos que se sentaban al sol y no cavaban nada. No
recuerdo que nadie nos haya dado una orden, en aquel patio.
Llegó así un día en que el doctor San Juan hizo
nuevamente su pregunta y nos llevó al patio.
-Pala -dije yo, y extendí mi mano, para recibirla.
Pero el doctor San Juan me entregó solo un palo.
Me quedé pensando en eso mientras entregaba palas
comunes a los demás. Luego me acerqué hasta el y le extendí el palo.
-¿Qué pasa? -me preguntó.
-Me entregó un palo, no una pala -le dije.
-¿Es importante la diferencia? -preguntó.
-Si quiero cavar, sí -contesté.
-¿Y quieres cavar, realmente?
-Si la otra opción son las pastillas, prefiero la
pala -señalé tras pensármelo un poco-. Y si tengo la pala y estoy sobre la
tierra, prefiero cavar, a no cavar.
-Ya -dijo él.
Luego me pidió que lo acompañara hasta una sala. Me
hizo otras preguntas y me dejó llamar por teléfono. Luego me explicó que me
podía ir, si quería.
-Quiero -dije yo.
Entonces me hizo firmar unos papeles, donde yo aseguraba
que ningún funcionario me había hecho daño y que las heridas que tenía habían
sido producto de accidentes y del ejercicio diario.
Firmé todo aquello y de paso descubrí, en esos
papeles, el verdadero nombre del doctor San Juan.
Él, entonces, me dejó ir.
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