Compró un sombrero. Lo vio en una tienda, por
casualidad, y lo compró. Antes nunca había usado, pero este le llamó la
atención y lo pagó sin pensarlo demasiado. Se lo entregaron en una caja
especial, que estaba diseñada para ser llevada como maletín, pues ya no entregaban
bolsas. No describiré el sombrero porque eso no es importante y quitaría tiempo.
Tampoco cuánto dinero costó, aunque se trataba sin duda de una cifra elevada. Ya
en casa se sentó un momento a observar su compra. Lo sacó de la caja y lo puso
sobre su cama, con cuidado. Lo observó con atención, aunque no sabía bien qué
buscaba. Me refiero a que no era por simple admiración o placer estético que
observaba el sombrero, sino que parecía buscar dónde estaba la razón que había
impulsado la compra. Es decir, cuál era el detalle que había hecho surgir el
deseo de llevarlo a casa. Sin embargo, tras varios minutos de búsqueda, no
encontró aquel detalle y concluyó, sorprendentemente, que aquello que lo había
llevado a comprar el sombrero estaba en realidad fuera del sombrero, aunque no
logró determinar dónde. Tras esto, volvió a guardar el sombrero en la caja y,
mientras lo guardaba, comenzó a mirar también otras cosas que estaban en su
casa, preguntándose por qué eran justamente esas cosas -y no otras-, las que
estaban ahí. No haré listas ni describiré
en detalle aquellas cosas que miró, porque no son importantes y quitaría tiempo,
pero haré énfasis en la sensación de extrañeza que renacía cada vez que miraba
su entorno. Esa misma noche, habló por teléfono con un amigo a quién intentó
explicárselo, pero el amigo no pareció entender y le pidió en cambio que le
enviara una foto del sombrero. No diré aquí, sin embargo, si aquella foto fue o
no enviada, pues no es importante y quitaría tiempo, por lo que concluiré
señalando que, tras dudar incluso del vínculo que lo unía a su amigo, el sujeto
que había comprado el sombrero se preparó para acostarse y comenzar, en unas
horas más, un nuevo día. No creo pertinente agregar nada más al respecto.
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