Acompañaba a mi tío el hipódromo cuando tenía algo
así como diez años.
Él se sentaba con una cerveza y leía un programa
con información de las carreras.
Cuando se decidía por algún caballo me pedía a mí
que fuera a hacer la apuesta.
Recuerdo que, para que me dejaran hacer la apuesta, mi
tío escribía una nota a un cajero que lo conocía hacía años.
Fue así que, luego de acompañarlo un par de veces, me di cuenta
que nunca ganaba.
Por lo mismo, decidí que la próxima vez que me diese
dinero yo no lo apostaría, y esperaría a que perdiera simplemente, y el dinero
sería mío.
Así lo hice.
No una vez sino al menos cinco veces en esa
oportunidad y otras cinco también la vez siguiente.
En ninguna de ellas, por cierto, mi tío hubiese
ganado, así que no lo sentía como un engaño.
De hecho, fue en esa última oportunidad que, ya de
regreso en casa, le conté aquello que había hecho y hasta decidí regalarle la
mitad del dinero.
Entonces, mientras esperaba que mi tío me agradeciese
por el ahorro, me lanzó un par de bofetadas y me obligó a darle la totalidad
del dinero.
Luego, frente a mí, rompió los billetes e intentó quemarlos
con un encendedor brillante que llevaba a todos lados.
Decía que ese dinero ya estaba perdido e incluso
señaló que esa era la razón por la que nunca ganaba.
Yo no entendía lógica y solo pensaba en la
posibilidad de rescatar algún billete pues en mi casa mi padre estaba sin
trabajo y hasta nos faltaba, en ocasiones, algo para comer.
De hecho, esa era la razón por la que me enviaban
con mi tío algunos fines de semana.
Finalmente, él dejó de llevarme al hipódromo por lo
que yo me quedaba en su casa leyendo algunos libros.
Recuerdo que el único libro valioso que descubrí en
aquella casa fue uno de Saul Bellow.
Pero esa es otra historia.
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