Pasó años buscando respuestas.
O más bien, pasó años buscando a alguien que tuviera
respuestas.
Respuestas en las cuáles creer, por supuesto.
Respuestas que al menos parecieran verdaderas.
Pasó así por varias iglesias y tuvo reuniones con
numerosas personas.
Algunos parecían saber, por supuesto, pero
finalmente solo encontraba decepciones.
Cuando ya prácticamente había dejado de buscar le
hablaron de alguien que vivía en la montaña.
Sin mucha esperanza fue hasta donde vivía esta
persona.
Era un hombre de unos sesenta años que vivía solo
en una cabaña.
Le dieron mal la información, le dijo el
hombre de la cabaña.
Yo no tengo respuestas.
Solo sé doblar cucharas.
Poco después le demostró que era cierto.
Puso una cuchara de metal sobre la mesa, y tras
concentrarse y mirarla fijamente la dobló sin tocarla en lo absoluto.
Ni siquiera puedo decirle cómo lo hago, agregó
el hombre.
Ni esa respuesta tengo.
El que buscaba respuestas miró la cuchara y por un
momento pensó que era más de lo que había encontrado en otros sitios.
Era solo un metal torcido, es cierto, pero al menos se trataba de algo verdadero.
El metal torcido, digamos, era algo verdadero.
No contenía el secreto del sentido de la vida ni la
respuesta sobre la existencia de Dios, pero lo cierto es que la presencia de aquel
metal torcido lo tranquilizaba un poco.
Si quiere puede llevarse la cuchara torcida,
dijo el hombre que la había torcido.
Gracias, contestó el hombre que buscaba
respuestas.
Se guardo entonces la cuchara en un bolsillo y mientras
se alejaba, apoyó su mano en el metal frío de aquel objeto.
Uno puede creer en esto, pensaba el hombre,
mientras subía al auto.
Uno puede creer en esto, repetía, y con esto basta.
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