Apretó el interruptor tantas veces que acabó por
quemar la ampolleta. Lo hacía como un juego, cuando estaba nervioso. Acostumbraba
pararse bajo el umbral de una puerta y accionar el interruptor, si es que había
uno cerca. Por lo general lo hacía de noche, para que el efecto de encender y
apagar la luz se notara y apretar el interruptor tuviese un efecto visible y
ayudase de paso a hacerlo olvidar -o dejar en segundo plano, al menos-, aquello
que, anteriormente, lo había puesto nervioso.
Nunca quiso revelar qué era aquello que lo angustiaba,
pero nos explicaba que el momento en que se quemaba la ampolleta, solía
coincidir con el momento exacto en que los nervios desaparecían y él podía
volver a quedar en paz, o al menos en blanco, bloqueando de forma
inmediata, todo aquello que lo inquietaba.
Ocurría en ocasiones, sin embargo, que por más que
apretara el interruptor, no conseguía quemar la ampolleta, por lo que la
sensación molesta permanecía, aunque al menos solía trasladar la preocupación o
desesperación inicial (de la que prefiere no hablar) al nerviosismo provocado
por la situación fallida entre el interruptor y la ampolleta, que suele tener una
trascendencia menor, pudiendo considerarse en este sentido una “transacción
provechosa”, según sus propias palabras.
Lo peor -nos dice, casi como una conclusión-,
ocurre cuando en un momento cualquiera, en que no te aquejan grandes
preocupaciones, intentas apretar el interruptor en una única ocasión, buscando
provocar simplemente su efecto tradicional, y la ampolleta se quema sorpresivamente.
Es lo peor -nos explica-, ya que al menos en su caso,
esto suele hacer reaparecer alguna preocupación pasada, que ha sido
aparentemente eliminada (o pospuesta más bien), en otra ocasión, arruinándonos ese
momento cualquiera señalado anteriormente, en que no te aquejaban grandes
preocupaciones.
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