Era pequeño y me costaba dormir.
En general me quedaba despierto, pensando cualquier
cosa.
No me dejaban encender la luz así que lo hacía
siempre a oscuras.
Con los ojos cerrados, sabiendo que si intentaba no
pensar, tampoco iba a lograrlo.
Entonces hacía experimentos para calcular el tiempo
que pasaba y ver si en una de esas me podía dormir.
Me contaba historias, enumeraba cosas, traía a la
memoria algunos párrafos…
Y claro, en una de esas ocasiones intenté contar
ovejas.
Era todo un desafío poder contarlas pues me ponía
de inmediato a pensar otras cosas.
No podía llegar a la quinta oveja antes de distraerme
y tener que volver a empezar.
En uno de esos intentos, sin embargo, logré avanzar
más.
Me había distraído varias veces, pero volvía al número,
mientras las imaginaba saltando una cerca.
Contaba a la oveja veinticuatro cuando dicha oveja (o
la que yo creía que era esa oveja) se detuvo tras saltar y me miró de frente.
-No es así -me dijo-. Te equivocas. Yo soy la
veinticinco.
Dicho esto, la oveja siguió su marcha y pasaron
luego las otras, aunque no pude, ciertamente, seguir contando.
Volví después a comenzar varias veces, para llegar hasta
la veinticinco y ver si decía algo más, pero las ovejas pasaban como si nada.
Incluso probé equivocándome voluntariamente, para
ver si la veinticinco, o alguna otra, me rectificaba.
Nada de eso ocurrió.
La oveja veinticinco había aparecido y desaparecido
sin más.
Como tantas otras cosas.
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