I.
Para alegrar al rey trajeron otro Absalón. Era un par
de centímetros más bajo, pero sin duda era más fuerte y hábil en batalla. Lo encontraron
mientras recogían los cadáveres, empeñado aún en matar algunos enemigos a medio
morir que se arrastraban por el campo. Sin decirle para qué lo querían lo lavaron
bien y lo vistieron con bellas prendas. Luego le explicaron de la muerte de
Absalón y la tristeza del rey. No es justo que sufra tras el triunfo en la
batalla, le dijeron. Tú serás el nuevo Absalón, si él lo permite, hasta
que acepte la pérdida. Entonces el otro Absalón fue llevado hasta el rey,
quien lloraba en palacio.
II.
Desde lejos pudo confundirse el rey y alejar la
tristeza un instante. Y es que el otro Absalón vestía igual que el perdido y se
acercaba a palacio, acompañado por varios hombres. La distancia y los ojos
engañaban bien al corazón, pero el rey sabía que a pocos pasos sería un simple monigote.
Dio órdenes entonces para que no se acercase y paró de gemir un momento. De pie,
ante los hombres, aprovechó el rey para brindar unas palabras por la victoria,
pues no era justo para el pueblo ver al rey triste en pleno festejo. Dijo el
rey que el costo del triunfo había sido alto, pero no pronunció el nombre de
Absalón ni conocía tampoco el de los otros hombres muertos. Luego entró a
palacio en busca de su cuchillo.
III.
Ya a solas, pidió el rey que llevaran ante él al
otro Absalón. Poco después, desde el trono, pudo observar como este se postraba
ante él y no se atrevía a alzar el rostro. Tú fuiste el costo de la victoria,
dijo el rey, parándose del trono. Y Dios te envía nuevamente para que elija
yo entre su pueblo y la sangre del que ha sido mi hijo, que ha de volver a ser
derramada. Mientras decía esto, enterró de un solo golpe el rey el cuchillo
en el otro Absalón y desgarró cuanto pudo. Ahora solo falta que otro rey
llore a este otro Absalón, dijo el rey, que por un momento dudó si era el
uno o era el otro.
IV.
El otro Absalón se vio llevado a palacio. Todo era
posible, pues le habían advertido sobre las posibilidades que albergaba. Le entristecía
el rey pensándolo su padre, y se avergonzaba de comparar un dolor con el dolor
de un rey. Por eso iba en silencio. Por eso sus pasos eran breves. Se inclinó
entonces y escuchó palabras que no comprendió ni intentó comprender. El acero,
en cambio, era sin duda un lenguaje más directo. Lo sintió clavarse en su
cuello, mientras se le arrancaba un grito. Fue como un pájaro que hubiese
tenido dentro que se liberara por su propia cuenta. Cayó al piso. Sintió que
alguien intentaba en vano separar la cabeza de su cuerpo. Yo ya he muerto,
se dijo, y ahora ha muerto el otro Absalón. Nadie preguntó su nombre, así
que a nadie entregaron el cuerpo. El rey olvidó, antes de la próxima batalla.
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