Ella se casó con un dentista.
Había sido su secretaria, años atrás, y luego pasó a
ser su ayudante.
Poco antes que se casaran el le pagó un curso para
que aprendiera a usar algunos instrumentos.
También dedicó varias sesiones a dejar sus dientes
impecables.
Hicieron un viaje juntos.
Poco después se casaron.
Él le presentó otros amigos dentistas y ella consiguió
llevarse bien con algunas esposas.
Solían juntarse los fines de semana.
El dentista no quería tener hijos y ella aceptó.
También aceptó tener menos sexo del que hubiese
querido.
A veces, por las noches, veían series documentales
relacionadas con la ciencia.
A él parecían interesarle más que a ella.
En ocasiones, hablaban sobre el trabajo o
planificaban el fin de semana.
No parecían tener grandes problemas.
En quince años ella lo engañó una vez y él no
superó las cuatro.
Nunca con grandes escándalos, por cierto.
Nunca poniendo en riesgo el matrimonio.
Lo único que le molestaba a ella, persistentemente,
era el tono de voz que él utilizaba cuando intentaban hablar de algo serio.
Y es que sentía que era el mismo tono que él usaba
con sus pacientes cuando los autorizaba a escupir.
Cuando eso sucedía, en el lugar de trabajo, era ella
quien le indicaba al paciente donde debía hacerlo y le acercaba un paño y un
vaso con agua, por si quería enjuagarse.
Él, en tanto, daba por terminada su atención con
esa frase, y solo le restaba despedirse cordialmente o aclarar alguna
información, luego de aquello.
Ese momento, por cierto, a ella le molestaba, pues
lo asociaba a una actitud del esposo en que lo percibía distante y desligado de
aquello que lo rodeaba.
Cada día se repetía al menos 15 veces ese momento.
Ella podía aguantarlo, sin embargo.
Es solo un pequeño sacrificio, se decía, en
pos de un bien mayor.
Cualquier persona sensata, sin duda, habría estado
de acuerdo.
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