Compramos un robot que componía
canciones.
Tú mismo tenías que introducir algunas palabras y
podías escoger temáticas y ritmos.
No se trataba de canciones muy complejas, por
supuesto, sobre todo musicalmente.
En relación a las letras, en tanto, de vez en
cuando se formaban unas muy absurdas, ya que por lo general buscaba construir
rimas, y estas resultaban en ocasiones algo forzadas.
Fuimos probando con varias, para ver qué resultaba.
Según las indicaciones, el robot podía construir al
menos 200.000 canciones diferentes.
También descargamos algunas actualizaciones, para
incorporar nuevas variables.
Fue así que, mientras cambiábamos temáticas y
escuchábamos las canciones con un grupo de amigos, nos dimos cuenta que el
robot desconocía algo esencial:
No sabía nada sobre sí mismo.
Me refiero a que no sabía que él mismo era un robot,
y sus canciones, por lo mismo, hacían referencia a una naturaleza humana que
desconocía.
El sol en la piel, los latidos del corazón, las
lágrimas en los ojos… todas las canciones estaban construidas a partir de
referencias a componentes humanos, ya fuesen estos físicos, o
sensoriales.
Probamos incluso guiando sus composiciones con
palabras relacionadas con su estructura o elementos propios de su naturaleza:
metal, cables, circuitos, baterías… pero siempre se las ingeniaba para construir
versos desconociendo aquello que en realidad era.
Fue entonces que, todo aquello que en un principio
nos maravilló, nos pareció de pronto una estafa.
Sabíamos que no podíamos devolverlo, claro, pero
volvió a ser embalado y lo dejamos junto a otras cajas, en una pequeña bodega.
Varias veces he llegado a sacarlo y he estado a
punto de encenderlo, para que me ayude con los textos de acá, cuando ya no sé a
qué echar mano.
No lo he hecho, finalmente, pero hoy me aventuro a
decir que no lo he hecho, todavía.
Espero que no sea necesario.
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