No sonó el despertador.
Se quedó dormido.
Mientras seguía durmiendo -a medio despertar, más
bien-, notó que la luz estaba entrando por la ventana.
Comprendió que era tarde pues generalmente se levantaba
cuando aún estaba a oscuras.
No quiso mirar la hora hasta que se hubiese duchado
y actuado de forma similar a las otras mañanas.
No hay para qué desesperarse, se dijo, es
solo cuestión de luz.
Dejaré que más tarde se transforme en cuestión
de tiempo.
Encendió la cafetera y entró al baño.
Se duchó tranquilo, luego se vistió y repasó su
afeitado con una máquina eléctrica.
Luego se sirvió el café.
Lo acompañó con un par de galletas de limón.
Todo estaba bien, solo había más luz.
Eso no podía ser malo.
Fue entonces que tomó su celular y miró la hora.
Luego tomó su bolso -había cambiado el maletín
hacía un par de meses-, y fue hasta el auto.
Observó el auto antes de subirse.
No solía hacer eso, cada mañana.
Tal vez era porque la luz del sol, recién saliendo,
iluminaba al auto de una forma que él no había visto antes.
Se quedó entonces en esa posición y cerró los ojos,
frente al auto.
Imaginó por un instante que detenía el tiempo.
Sintió que la luz era tibia, cuando tocaba su
piel, mientras cerraba los ojos.
Casi cálida.
La sensación era tan agradable que no quiso moverse.
El sol está ahí para esto, se dijo, como si
hubiese hecho un gran descubrimiento.
La vida incluso, completó, está ahí para
esto.
Respiró hondo.
Todavía con los ojos cerrados respiró hondo.
Dejó pasar unos segundos y se le ocurrió entonces contar
hasta tres.
Uno, contó.
Dos.
Tres.
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