Wingarden cuenta que uno de sus sueños, cuando
niño, era ver en vivo la carrera de las 500 millas de Indianápolis.
Su abuelo, que había trabajado durante más de
veinte años para la AAA (asociación automovilística americana), le había
hablado siempre sobre la importancia de esa carrera y de hecho fue él quien terminó
llevándolo, cuando el escritor cumplió los doce años.
Gracias a sus contactos (la AAA se había hecho
cargo de la fiscalización de la carrera durante varias décadas), el abuelo
consiguió entradas especiales para que viesen los entrenamientos, una semana
antes de la fecha oficial, desde el centro del óvalo.
Ya en el lugar, escuchando los motores y
maravillado por el entorno, Wingarden cuenta que sufrió una de las mayores
decepciones de su vida.
Y es que si bien era una creencia bastante absurda,
Wingarden había supuesto que la pista de Indianápolis medía 500 millas, y no
que cada piloto debía dar 200 vueltas al óvalo para completar la distancia.
Siempre había
creído que una carrera suponía un principio, un medio y un fin –comentará
Wingarden, en sus memorias-, y fue toda
una decepción encontrarme con que el fin, el medio y el principio, podían ser
lo mismo, a fin de cuentas.
De la experiencia queda una foto en blanco y negro
que muestra a Wingarden y su abuelo, en una orilla de la pista.
Y claro, la sensación se fue renovando una y otra
vez y es posible rastrearla hasta la última de sus cartas, donde comenta que le
gusta observar el cielo e imaginar que va por una pista de carreras donde poco
importa la velocidad y el lugar que se ocupa.
Me gustaría
morir así -señala Wingarden en esa última carta-, mirando aquella pista.
Pero de
cierta forma sé que no se puede morir, de esa forma.
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