I.
Intentó ganarse la vida como vendedor, pero no
tenía encanto.
Y claro… tampoco tenía nada qué vender.
Probó entonces con otras formas y estrategias cuyo
detalle no viene al caso.
Y digamos que logró –a duras penas-, sobrevivir.
Fue así que se hizo viejo –o eso sintió al menos-,
y recién en ese instante comenzó a dudar de aquello que pretendía en un primer
inicio.
¿Ganarme la
vida…?
¿Qué mierda
significa eso?, se dijo.
E intentó cambiar el rumbo.
II.
Tras esa decisión, sin embargo, se presentaron
otras dificultades.
Por ejemplo, se dio cuenta que cambiar el rumbo era
mucho más difícil que decirlo.
Y es que cambiar de rumbo significaba en primer
término reconocer el rumbo en el que iba, para poder cambiarlo.
¿La casa, la familia, el plan de jubilación…?
¿De eso se trataba su primer rumbo?
¿Y hacia qué dirección lo conducían?
Entonces pensó que esos apenas eran puntos.
Hitos en una recta que se mantenía en un solo eje,
por así decirlo.
Avanzando por inercia.
Eso pensó.
III.
Volvió de esta forma –pensando-, a la primera idea
de hacerse vendedor.
Ya no para ganarse
la vida, pues el significado de aquello se le escapaba.
Lamentablemente, comprobó que seguía sin tener encanto
ni nada qué vender.
Para salirse de la recta entonces optó por el fuego.
Yo lo vi, de hecho, justo en ese instante.
Y entre las llamas, su mirada encontrada –ya no
perdida-, me contó esta historia.
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