I.
Volví.
Me había ido un rato pues no pensaba en nada.
Ahora estoy pensando en una luna de Saturno.
Alguna vez me aprendí sus nombres, no sé para qué.
Extrañamente, tras haberlos olvidado, siento que
puedo acercarme a ellas de mejor forma.
Por eso volví, de hecho.
Para decirles que pensar en una luna de Saturno es también
acercarme a ella.
Y que no necesito ya su nombre para poder hacerlo.
No sé si les sirva, pero yo al menos lo siento como
una revelación.
Una que puedo compartir en una frase, o al menos
intentarlo.
Ahora estoy pensando en una luna de Saturno, les
decía.
Y no sé cómo.
II.
La luna en que pienso es pequeña e irregular.
Y no está hecha para posarse en una superficie.
Me refiero a que no sabrías cómo apoyarla o en qué
dirección debiesen ir sus polos.
Apenas tiene cráteres y parece helada.
Está cerca de otra luna, mucho más grande, en la
que no pienso.
Qué lástima tener que decir “pienso” porque no
tengo otra palabra -u otra forma-, más exacta.
Una vez vi Saturno a través de un telescopio, pero
parecía un engaño.
Todo, en ese tiempo, parecía un engaño.
III.
Volví.
Me había puesto a pensar en otras cosas.
Ahora, de hecho, me cuesta retomar lo de la luna de
Saturno.
Pienso más bien en un cenicero y en una piedra
pequeñita.
Tal vez la luna esté dentro de esa piedra, sin
embargo.
Lo de las dimensiones de las cosas nunca me lo he
creído totalmente.
La percepción se basa en la distancia.
Y el punto de partida ni siquiera es uno, sino el
centro de uno mismo.
Y qué lástima, por cierto, tener que decir “centro”,
cuando uno quiere hablar de profundidad, de origen y de otros conceptos
desligados de la idea de equilibrio.
¡Qué extraño...!
Acabo de recordar el nombre que le dieron, a esa
luna de Saturno.
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