Fui a algunos recitales de poesía cuando era
adolescente.
Intentaba tomármelo en serio, pero en realidad me
parecían chistosos.
Patéticos, incluso, si uno dejaba de lado el afecto
que podía sentir por alguien que leía.
Por lo general los poetas leían con tonos serios y
los escuchaban de igual forma.
El promedio de espectadores nunca superó los dos
por poeta que leía.
Incluso estuve en uno en el que fui el único
espectador.
Intenté convencerlos que no se preocuparan, esa vez,
pero leyeron de igual forma.
Y yo debí quedarme bajo el escenario casi dos horas,
escuchándolos.
Luego de eso, al menos, aprendí la lección y dejé
de ir por varios años.
Pero fueron tantos que olvidé la lección y de
pronto me encontré en uno nuevamente.
Para mi fortuna, esa vez ocurrió la lectura más
memorable de todas.
Memorable para mí, por cierto, pues no recuerdo que
nadie más haya aplaudido.
Fue un tipo delgado y con expresión triste, el que
leyó esa vez, frente a nosotros.
Avanzó hasta la parte delantera del escenario y sacó
unas cuántas hojas, desde una carpeta.
Sin saludar ni presentarse dejó la carpeta en el
piso, y comenzó a leer:
Nunca escribí esto para leerlo en voz alta,
fue lo primero que leyó, con tono solemne.
Luego, siguió leyendo a un volumen tan bajo que no
pudimos oírlo en lo absoluto.
Estuvo así un par de minutos, hasta que vimos que
dejó de mover la boca.
Entonces, simplemente, se dio media vuelta y
desapareció por detrás del escenario.
Yo aplaudí un poco perplejo, según recuerdo, pues sentí
que había comprendido algo.
Algo que, por cierto, no comprendí para compartirlo
en un blog, como este.
Ni como ningún otro.
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