I.
Todos los barcos acaban hundiéndose. Incluso si los
sacas del agua se hunden igualmente, aunque de otra forma. Podemos culpar al
tiempo, al material de construcción o hasta a un iceberg que aparezca en el
trayecto, pero lo cierto es que el destino de todo barco ha de ser el mismo. Por
esto, creo que el buen diseño de un barco, hoy en día, debiese estar hecho no
para evitar hundirse, sino para aceptar aquello que es inevitable y poder vivirlo,
en su momento, de una forma más plena. Y es que, a estas alturas, ya debiésemos
haber aprendido a no impedir lo inevitable. A no intentar impedirlo, corrijo,
pues a la larga no se puede.
II.
Todos los barcos tienen puertas extrañas. Algunas
que permiten ingresar a lugares secretos y otras que simplemente dan a un muro.
La mayoría de las personas valoran más las primeras, por supuesto. Sin embargo,
olvidamos que las que dan a un muro no dan a un muro cualquiera, sino que revelan
un muro que no esperabas. Un muro que también, entonces, es secreto. Y es
secreto de una forma más indescifrable, como si tras él existiera otro secreto
y otra puerta y otro muro. Y quién si hasta otro mar. Y otro barco.
III.
Todos los barcos llevan un ladrón a bordo. Alguien
que cuenta sus anécdotas a quien quiera escucharlo. Un ladrón que incluso muestra
algún objeto que ha escondido, si nota incredulidad en los demás. Nunca me
cogieron, dice orgulloso, mientras lo enseña. Se ve alegre, pero tras eso
siempre hay algo que no se sabe. Y es que por eso, tal vez, se hunden los
barcos. Nunca robó nada, a fin de cuentas, que de verdad quisiera.
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