“Lo que nos salva de la soledad
es la soledad de cada uno de los otros”
C. L.
Hablábamos sobre experiencias laborales extrañas.
Recuerdo que incluso apostamos unas cervezas, para
crear expectativas.
Yo creía que ganaba, pero entonces ella contó su
experiencia.
Se trataba de una actividad que había realizado por
tres años, en un Instituto de Medicina Alternativa.
En aquel lugar, según contó, ella habría servido
como conejillo de indias para clases de acupuntura.
Como no entendía bien a qué se refería, ella
detalló que le pagaban por tenderse en una camilla, para que dos decenas
estudiantes le clavasen las agujas, mientras eran evaluados y corregidos por
los profesores guías.
Tenía algo así como vocación de alfiletero, me dijo, mientras
reía.
Contó también que a veces estuvo días con músculos o zonas rígidas,
porque pasaban a llevar un nervio o algo, que ella no sabía nombrar.
Hematomas por roturas de capilares, heridas por agujas que enterraron
demasiado profundo… casi todos los días había algún percance, aunque ninguno,
afortunadamente, de mucha gravedad.
Yo la escuchaba atento, pero no le creía del todo.
Por lo mismo, le pedí alguna prueba.
Ella buscó entre sus cosas y finalmente me entregó una aguja.
Esa no es una prueba, le dije.
Puedo hacerlo yo misma, me contestó, mientras me quitaba la
aguja que me había pasado.
Ya la estaba desinfectando con perfume cuando la convencí que no.
Que no era necesario, me refiero.
Entonces pagué las cervezas y caminamos un rato, por una plaza que estaba
junto al bar.
Mientras iba junto a ella la imaginaba todo el tiempo como un
alfiletero.
Íbamos en silencio, y no sé por qué, pero me pareció que su historia
nos había distanciado.
De hecho, no recuerdo que nos hayamos vuelto a ver, luego de esa
oportunidad.
Cada uno siguió su rumbo, supongo, como todo el mundo.
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